Ayudó a poner en marcha Magnum, editó las fotos de Robert Capa y Cartier-Bresson, fue el director gráfico de Life durante la guerra y la posguerra mundial y después eligió durante años las fotos que publicaban The Washington Post y su gran rival, The New York Times. Desde 1986 vive en París, en un bonito apartamento de Le Marais, un piso bajo atiborrado de libros de fotoperiodismo, colecciones de revistas y ejemplares de The Herald Tribune. John G. Morris (Chicago, 1916) tiene 96 años, y mantiene una gran mata de pelo blanca sobre una cabeza rápida y lúcida, entregada a su pasión, las fotos, y a su gran amor, una estadounidense de 85 años a la que llama “mi dama” y con la que no deja de viajar por el mundo. Morris presenta hoy en Madrid la edición española de sus asombrosas memorias, tituladas ¡Consigue la foto! (La Fábrica), con una conferencia ilustrada sobre el mejor fotoperiodismo de la historia.
Morris tiene un retrato de Capa —traje gris, pelo negro— sobre el ordenador Mac donde guarda gran parte de la memoria gráfica del siglo XX, y cuenta que su amigo era un húngaro simpático y anárquico. “Tenía algo de gitano, y de hecho yo siempre le llamaba The Gipsy. La última foto que suelo enseñar en mis conferencias es una que hizo en una boda gitana en Eslovaquia, cuando volvía de Rusia”, recuerda. “Era un gran periodista avergonzado de su reputación. Se dijo que le gustaba la guerra pero eso es una bobada, lo que pasa es que tenía pasión por contar la Historia. Y precisamente fue a morir en Vietnam, en una guerra que no le gustaba nada”.
Como editor de Life, Morris había llegado a Londres en el otoño de 1943, y compartió con Capa y otros cinco fotógrafos el desembarco en Normandía. “Teníamos el estudio en el Soho, y la oficina de prensa nos informó del desembarco la noche anterior al Día D \[6 de junio de 1944\]. Capa era el más conocido, y fue el primero en irse, llegó a Omaha Beach con los primeros barcos”. En mitad de la carnicería, tumbado en la orilla, el fotógrafo logró tirar cuatro rollos de 35 milímetros, y tras atravesar de vuelta un mar enrojecido se los dio a un mensajero que volvía a Londres con una nota para Morris: “John, toda la acción está en los rollos de 35”.
Las películas llegaron y entonces ocurrió el desastre. “Algo salió mal en el proceso de revelado, los negativos se sobrecalentaron, y el chico vino corriendo desde el cuarto oscuro gritando ‘¡se han borrado todas!’. Luego comprobé que había once imágenes, bastante borrosas, que podían servir”. Morris decidió que, pese a estar borrosas, o precisamente por ello, debían ser publicadas, las sometió a la censura y las envió por avión a Escocia y desde allí a Nueva York.
“Life era, no nos engañemos, una parte esencial de la maquinaria de propaganda aliada”, dice. Pero cuando la revista imprimió las fotos unos días después, se convirtieron en un hito del periodismo. “Había otras muy buenas que hizo Bob Landry en Utah Beach, pero aquellas nunca llegaron porque se le cayeron al mar al mensajero”, ríe Morris.
Un mes más tarde, el editor cogió su cámara y el 18 de julio atravesó el Canal de la Mancha para vivir de primera mano las últimas batallas. Aunque nunca se ha considerado fotógrafo y se define secamente como “un periodista”, Morris pasó 27 días en el frente y allí tomó sus únicas fotos profesionales, 12 rollos que al volver metió en el cajón y que ahora, 70 años después, se ha animado por fin a enseñar en público.
Morris las va sacando de una caja plana y alargada con un punto de nostalgia pero sin darse importancia. “Esta es la mejor”, dice, mostrando el retrato de dos prisioneros alemanes con las manos en alto. “Esta la saqué en Rennes”, añade ante una imagen de una mujer francesa despeinada y detenida. “Se había acostado con los alemanes y la llevaban a comisaría. La seguí hasta dentro, pero por desgracia no había luz”.
De aquellos días, Morris recuerda que él y Capa se pasaban el día juntos (“adoraba trabajar con él, lo sabía todo de la guerra”) y que se libraron “de milagro” de morir bajo los disparos de un contingente alemán en Saint-Malo. Pero también se acuerda de las cenas con Hemingway, Marlene Dietrich y Lee Miller, la modelo de Vogue que acabó siendo fotógrafa y corresponsal de guerra.
Otra de sus fotos muestra la austera tumba normanda donde descansa Bede Irvin, un fotógrafo de AP. “Una mañana me pidió que pasara el día con él, pero en el último minuto mi compañero de habitación, Frank Scherschel, me convenció de que le acompañara”. Irvin murió ese día a causa de un bombardeo aliado: fuego amigo. Con la sensación de haber vuelto a nacer, Morris pasó las décadas siguientes al frente de la sección gráfica de los mejores diarios y revistas, y se convirtió en director de la cooperativa Magnum Photos, donde se juntaron Capa, Henri Cartier-Bresson, David Seymour y George Rodger, entre otros fenómenos.
Lleno de sabiduría y entusiasmo, aunque una pizca tambaleante por un problema de vértigo, Morris acaba de protagonizar un documental titulado igual que su libro, ¡Consigue la foto!, y será la gran atracción del próximo Festival de Fotoperiodismo de Perpiñán. Historia viva del periodismo clásico, su reflexión sobre la modernidad digital es ambivalente: “Ha supuesto cambios enormes, y tiene cosas buenas y malas. Lo peor es que las grandes corporaciones han tomado el control de los medios y que los editores ya no apoyan a los fotógrafos. Ahora todo el mundo es fotógrafo, se trabaja más rápido y no se les da a las fotos la importancia que tienen, salvo quizá The New York Times, que en mi época [de 1967 a 1976] era más tímido y ahora publica fotos mejores”.
¿Y lo bueno? “Ahora vemos cosas que antes no veíamos, torturas, negociaciones secretas… Antes creíamos que cuanto mejor informada estuviera la gente, más próspero y pacífico sería el mundo. Pero los poderosos siguen montando guerras, y sigue haciendo falta contarlas. Yo no he sido reportero, pero les he alimentado, les he entretenido y he vendido sus fotos. El objetivo era el mismo: ¡conseguir la foto! Sea buena o mala, la foto sigue siendo la última palabra”.
Fuente: El País │ Cultura
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